¿Dengue o COVID?

Por Beatris Mejias calero - 15 dic 21 - Noticias - No hay comentarios

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El dengue es producido por cualquiera de los cuatro serotipos de un flavivirus, y la COVID-19, por el virus SARS-CoV-2, del cual se han registrado numerosas variantes —ahora ómicron acapara titulares—. El espectro clínico varía desde los pacientes asintomáticos hasta los graves, y siempre resulta imprescindible el criterio profesional.

Como todas las enfermedades virales, el organismo genera una respuesta al «invasor»: malestar general, dolor de cabeza, decaimiento e inapetencia, o sea, como un catarro «cualquiera». En el caso del dengue, los síntomas suelen aparecer de manera súbita, con aumento rápido de la temperatura, escalofríos y dolores intensos en la región lumbar, la nuca, los hombros y en las articulaciones grandes, sobre todo, rodilla y cadera, lo cual no se torna frecuente con el nuevo coronavirus.

Las personas que ya se infectaron con un serotipo anterior pueden enfrentar un cuadro clínico más marcado, con conjuntivitis, adenopatías, y aumento de tamaño del hígado y el bazo. Comúnmente, se aprecia la disminución de la frecuencia cardíaca, el rash cutáneo y el descenso de las plaquetas, y en el caso del dengue hemorrágico, produce sangramiento de las conjuntivas (superficie transparente del ojo), nasal, renal, etcétera.

En cambio, la COVID-19 genera un cuadro casi invariable de tos, respiración rápida y, a medida que el caso se agrava, disminución del contenido de oxígeno disuelto en la sangre; síntomas raros en pacientes con dengue.

Aunque las manifestaciones clínicas bien definidas y el análisis de la epidemiología permiten un diagnóstico certero, las variaciones de la enfermedad respiratoria obligan a una mirada más incisiva. Por ejemplo, las variantes alpha y beta generaban pérdida del gusto y el olfato, pero este dejó de ser un signo característico con la delta, la cual se asocia con trastornos digestivos.

En cuanto a los signos de una evolución hacia la gravedad, también subyacen diferencias. Los enfermos de dengue experimentan disminución brusca de la temperatura, dolor abdominal persistente, vómitos incontrolables, sangrado por las mucosas, edema facial, somnolencia y alteraciones de laboratorio, como la hemoconcentración y la disminución marcada de las plaquetas. Por su parte, los contagiados con el nuevo coronavirus sufren falta de aire, aumento de la frecuencia cardíaca y disminución de la saturación de oxígeno.

Ambas infecciones pueden superponerse o presentarse de forma secuencial. Actualmente, las personas convalecientes de COVID-19 adquieren dengue con frecuencia, porque la primera les reduce los linfocitos, muy relacionados con la inmunidad.

Si bien los pacientes que llegan al estado grave pueden manifestar secuelas, la recuperación tras el arbovirus suele completarse al cabo de dos a cuatro semanas; y en el caso del SARS-CoV-2 tarda entre siete y 14 días. Durante ese período se recomienda reposo y fisioterapia, ingestión de abundante líquido y, si existen polineuropatías, tratamiento con vitaminas. Aunque el proceso resulta más largo luego de la COVID-19, más del 80 % de los pacientes se recupera completamente.

Recordemos que la Organización Mundial de la Salud ya clasificó como COVID persistente, de larga duración o síndrome post-COVID, la persistencia de síntomas después de la notificación de un PCR negativo.

La lucha de desgaste contra la pandemia durante casi dos años nos ha dejado sin recursos para desarrollar la vigilancia antivectorial, y muchos operarios reorientaron su combate epidemiológico hacia el enemigo que lleva «corona». Sin embargo, el control del mosquito comienza con la prevención. La fumigación —aunque efectiva para controlar focos— no sustituye el autofocal. Acciones tan sencillas como tapar un tanque, botar el agua acumulada en cualquier recipiente o chapear los patios anulan las posibilidades de que se reproduzca el vector y ahorra malestar, tanto a la familia como a la comunidad.

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